Ni tan siquiera el chocolate pudo
endulzar el amargor de las lágrimas que resbalaban por mis mejillas y que a
veces se mezclaban con ellos en el interior de mi boca. Bombones amargos que
sabían a sal, a dolor, mientras mi rostro se confundía con la oscuridad
y mi alma se escondía en el último rincón abrazada a su soledad y a su desamor
para que le fueran de compañía.
Dichoso Bécquer… Cuántos pájaros
metió en nuestras cabezas cuando teníamos quince años!
“Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso… yo no sé
qué te diera por un beso”.
Me despertaron de un sueño para
dejarme morir.
Malditos bombones amargos!
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