Frente a ese cosquilleo, semejante al que a los quince años sentimos cuando notamos que el chico que nos gusta nos mira desde el otro lado de la clase, igual al que nos recorría el cuerpo ante la incertidumbre de nuestra primera cita, cercano al de esos cinco minutos antes de aquella entrevista de trabajo que tanto habíamos esperado, o a la entrega de las notas de fin de curso… frente a esto se sentó, casi como una sorpresa fatalmente esperada, la frialdad de la madurez, la sensatez de los años y, posiblemente, el egoísmo de la soledad.
Nada pude hacer, más que tomar la decisión de que mi obligación era seguir esperando que ese “click” que marca el principio, sonara algún día. No perder las esperanzas era necesario haciendo verdad el refrán que más de una vez evitó que un punto no fuese final sino aparte.
No pude decir que hubiera más decepción que aquella de la que yo misma era la fuente, esa que no me permitía sino poner trabas a todo lo que comenzaba, esa a la que no le importaban ni defectos ni virtudes pero que aún no encontró el resorte que la hiciera desaparecer, la que impedía y no elegía a nadie como voluntario para elevar el fondo hasta una altura que fuese accesible.
Las palabras no perdieron su magia y las caricias seguían siendo necesarias… los susurros permanecían atentos, los alientos se adormilaban bajo la almohada y el aire presumía de aromas conocidos… entonces ¿Qué fue lo que no ocurrió? ¿Qué no fue distinto? ¿Qué…?.
Amaneció igual que cualquier otro día. Lo intenté pero nada había cambiado, ni siquiera yo, y mostrar calidez sólo sería un ensayo más en una obra que aún no tenía diálogos.
En algún momento habrá un “click”.