
Al atravesar el quicio de la puerta, y sin saber por qué, vinieron a su memoria imágenes de su niñez. Hacía mucho que no iba a la casa del pueblo… aquel caserón tenia algo especial, un aire que le envolvía entre recuerdos y querencias.
Desde que murió el abuelo Pablo no había vuelto y la muerte de la abuela Paca le obligó a regresar.
Demasiados rostros desconocidos, el olor empalagoso de las velas, muchas palabras que se repetían entre el desconsuelo y la cortesía… De nuevo debería enfrentarse a eso que tanto le desagradaba… corresponder con una sonrisa forzada de agradecimiento a aquellos a los que no recordaba después de tantos años y con los que ya no compartía nada más que los recuerdos de unos niños que, alguna vez, corrieron por esas calles jugando al aro o a la sigulera. Sólo el cariño eterno de la familia le mantenía atado de alguna manera a aquella casa que ya no parecía la misma. No, definitivamente, no lo era.
Únicamente hubo algo que le reconciliaba con aquel lugar. La imagen del abuelo le vino a la memoria mientras se sorprendía dibujando con sus dedos una cruz en el quicio y buscando la pequeña hornacina que invitaba a humedecer los dedos en agua bendita mientras los cuarterones del portalón, añejos y agrietados, de aromas a viejos robles, le volvían a sentar en el rebate merendando una “rebana” con manteca, con la cara llena de churretes y las rodillas desolladas por alguna caída.
Temió entrar. Aquella casa que tanto adoraba hoy le parecía sólo un viejo caserón, vacío de risas, en cuyas vigas lloraban todas las almas de los que por allí pasaron algún día y se dejaron parte de sus vidas entre los rincones y las alacenas.
Miedo le dio volver a mirar aquella escalera y recordarse deslizándose por la barandilla a riesgo de terminar revolcado en el suelo por no poder parar a tiempo gracias al aceite de linaza que, por brillo, ocultaba los hoy deshabitados pasillos de termitas.
El arcón del zaguán, que en tantas ocasiones le ofreció el escondite perfecto… la mecedora en la que comía caramelos a la caída de la tarde, con la fresquita… la vieja radio… la mesa camilla guardando turno para mover la copa y notar como las cabrillas te quemaban las piernas… la cama de colchón de borras que te abrazaba y te hundía sin permitirte ni un solo movimiento hasta que el querer salir a jugar podría mas que el sueño…
Eran tantas las presencias que estuvo tentado de no entrar…
La prima Adela dijo su nombre e interrumpió su viaje por los recuerdos. Le tomó de la mano y le sirvió de forzada excusa para volver a la realidad y tomar contacto con toda aquella gente que, ahora, llenaba por completo la antesala.
Le llevo de grupo en grupo haciéndole saludar a todo el mundo, conocidos y desconocidos, aunque todos parecían parientes, cercanos o lejanos, cualquiera sabia. Lo cierto es que deambuló por entre la gente casi sin ver a quien saludó ni oír a quienes le hablaron hasta que, desde unos hasta otros, llegó sin darse cuenta hasta el pie de la escalera. Hoy le pareció mucho más pequeña de lo que la recordaba, y sus peldaños se veían gastados, cansados de subidas y bajadas. Vino a su mente la primera imagen de aquella y de las palabras de la abuela. “recuerda, el primer escalón significa la oración”. Era lo único que recordaba.
No se pudo reprimir y comenzó a subir. Su mano en la barandilla de madera percibía la aspereza del descuido, los nudos de la vejez y el tambaleo de los años. No le importó dejar atrás el barullo incomprensible de toda aquella gente.
Ante el último escalón dudó. Mejor seria volver atrás, no remover mas los recuerdos, no sentirse desilusionado por tantos cambios, no descubrir sombras que permanecen al acecho a la espera de descubrirle ese dolor que no deseaba y al que tanto esfuerzo le supuso disfrazar.
Se había cambiado aquel suelo de arcilla roja que tantas veces vio limpiar con anilina, pero las cortinillas de la puerta habían tenido cuidado de copiarlas. Allí seguía el gran aparador guardando secretos de vajillas de loza antigua y manteles bordados a mano.
Se disponía a entrar en la habitación cuando alguien abrió la puerta del segundo piso y, como cualquier niño sorprendido ante una travesura, soltó la manija y dio media vuelta. Y allí estaba, la escalera al soberao, a ese desván en el que le gustaba correr entre tinajas de aceite y jabones de sosa, entre baúles y cajas que le fascinaba revolver asustando a las palomas que se colaban por la ventana que siempre estuvo rota.
La añoranza pudo mas que el y le llevo escaleras arriba. Lentamente empujó la puerta y cerró los ojos dispuesto a ese olor a aceitunas, a humedad, a piedra, a viejos periódicos, a madera…
No se oía desde allá arriba el incesante murmullo del velatorio. Era ya caída la tarde y la fábrica ya había detenido sus máquinas y lo más que se adivinaba eran las risas, cada vez más lejanas, de los últimos trabajadores que volvían a sus hogares. Podía oler el polvo, sentir la calidez de las paredes de las casas antiguas, esa que conservan después de que se hubiera puesto el sol, la densidad del aire aprisionado entre aquellas cuatro paredes. Prestó oídos al silencio.
Al abrir los ojos, sólo una vieja silla de enea llena de telarañas que, en un rincón, pedía a gritos volver a ser usada como si eso pudiera servirle para recobrar la dignidad perdida por el olvido, recordaba que un día allí hubo alguien. Ni cantaros, ni aceites,… ni los ecos de ningún tiempo. Nada.
Con un pesado ademán secó una lágrima. Una lágrima que seria la única y la ultima porque aquel caserón se había quedado sin alma y a el, ahora, ya no le atormentaría la idea de no poder volver.